jueves, 30 de abril de 2009

Para los de 4º A.Literatura de posguerra

La lírica española después de 1939 [editar]
Si en 1927 el tricentenario de Góngora lo erigía en estandarte de los nuevos poetas, en 1936 será el centenario de Garcilaso de la Vega el resumen del nuevo gusto. De ahí que se hable de «garcilasismo»: una corriente poética que lo toma como modelo para la recuperación de formas clásicas —como el soneto— y excusa para una temática fascista basada en el Amor, Dios o el Imperio, que choca radicalmente con la realidad española del momento.
1944 es un año que marcará una inflexión en este escenario de cartón piedra, y ello por Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso, que cataliza todo el malestar acumulado y abre una vía para la manifestación de lo que aún no se puede nombrar sencillamente. La reacción antigarcilasista se basa en una estética de confrontación indirecta: frente al neoclasicismo, la libertad formal; frente al triunfalismo, la duda o el dolor; frente a la retórica clerical, el diálogo con un Dios conflictivo. Estas corrientes existenciales se encontrarán en las revistas Espadaña (León, 1944), en torno a Victoriano Crémer y Eugenio de Nora, Corcel (Valencia, 1942) o Proel (Santander, 1944).
Hay excepciones en ese panorama mayoritariamente realista y existencial:
El fenómeno de la vanguardia postista, con su revista Postismo, cuya primera etapa va de 1945 a 1949. El postismo recupera el gusto por el juego, consustancial a la vanguardia, en torno a los nombres de Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro o Ángel Crespo.
La prolongación de un cierto surrealismo explícito, de la mano de Juan Eduardo Cirlot y Sombra del Paraíso, de Vicente Aleixandre.
El grupo de la revista Cántico, de Córdoba, cuya primera etapa irá de 1947 a 1949, en el cual se da una reivindicación del Sur y la Belleza muy deudora del modernismo, o bien la recuperación —también a contracorriente del ambiente literario dominante— de la imagen y lo sensual de la poética del 27, concretamente de Luis Cernuda.
La década de los 50 trae consigo el auge de la poesía social, que busca profundizar en la estética realista con un sesgo marcadamente de izquierda. Característica es la creencia en la poesía como «instrumento, entre otros, para transformar el mundo» (tal como escribía Gabriel Celaya) y como comunicación, algo que va a teorizar Carlos Bousoño, a partir de ideas de Aleixandre. Otros autores de esta generación son José Hierro y Ángel González.
Los llamados «Poetas del 50» desarrollarán lo más personal de su obra en los sesenta. Sin embargo, sus primeros pasos se darán en esta tendencia social. La originalidad del grupo del 50, y la clave de lo más renovador de su lenguaje, está en que, aún dentro del realismo, ellos entierran la concepción de la poesía como instrumento, sea para transformar el mundo (Celaya), sea para la comunicación intersubjetiva (Bousoño). La negación más temprana de estas ideas parte del artículo de Carlos Barral «Poesía no es comunicación», publicado en el número 23 de Laye, en 1953. En él, Barral afirma que la poesía es ante todo un medio de conocimiento, y en primer lugar, para el propio poeta.
El abandono de cualquier posible concepción instrumental de la poesía supone circunscribir la realidad referida a unas coordenadas muy concretas, cotidianas. Así, Jaime Gil de Biedma presenta su propia poesía como «poesía de la experiencia».
En 1970, Castellet publica su antología Nueve novísimos poetas españoles, partida de nacimiento de una nueva promoción y, sobre todo, de una nueva estética, ya curada de realismos. La antología permite vislumbrar algunos rasgos que se asentarán en el futuro inmediato:
La decidida vocación profesoral y reflexiva de todo un sector de estos escritores,
la insistencia en el collage cultural.
Otros autores que no fueron recogidos en la antología Nueve novísimos poetas españoles, pero que pertenecen a esa misma generación son: Ramón Irigoyen, Antonio Carvajal, Marcos Ricardo Barnatán, Antonio Colinas, Jenaro Talens, Jaime Siles, Jesús Munárriz y Luis Alberto de Cuenca.
Los poetas que se han dado a conocer alrededor de 1980 han procurado crear al margen de escuelas, normas, consignas y modas. Escasamente preocupados por las rupturas violentas, han mirado con respeto (para adaptarla a su nueva sensibilidad, tomarla como ejemplo o parodiarla) hacia una larga tradición que va desde los clásicos, los simbolistas e impresionistas hasta los poetas de los cincuenta —en especial, Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma—. Por el contrario, ha habido poco interés en prolongar la estética de los novísimos.
Jaime Siles señala las siguientes características para estos poetas:
Declive de la estética novísima;
recuperación de los poetas del 50;
relectura de la tradición y revisión de las nóminas generacionales;
importancia de la poesía escrita por mujeres, que son quienes modifican el sistema referencial; y
acuñación de un nuevo paradigma que, pese a su pluralidad, se polariza, y cuyos rasgos distintivos más visibles son:
a) la vuelta a la métrica, a la rima y a la estrofa;
b) el uso del lenguaje coloquial y el empleo de términos del ámbito cotidiano;
c) la readaptación de la épica;
d) el interés por la elegía;
e) la reintroducción del humor, el pastiche y la parodia;
f) la temática urbana y la cotidianeidad;
g) el sentimiento de lo íntimo y lo individual;
h) la presencia, casi como denominador común en las poéticas, de tres palabras-clave que imantan el núcleo generador de los distintos discursos: emoción, percepción y experiencia;
i) un cambio en el sistema referencial;
j) énfasis en la experiencia, en la emoción, en la percepción y en la inteligibilidad del texto;
k) abomina de lo conceptual y lo abstracto.
De las variadas líneas que ha seguido la poesía de esta época, hay que destacar:
La tendencia a un lirismo reflexivo, es decir, a un predominio de lo emocional sobre lo racional. La expresión de la intimidad, las meditaciones sobre las propias experiencias, las preocupaciones intelectuales y vitales, hedonistas, metafísicas, místicas, neorrománticas e, incluso, sociales pasan ahora a un primer plano.
El triunfo de la experiencia sobre la imaginación ha sido también común a los ya numerosos poetas que, mediante la reivindicación con frecuencia del desaliño, del prosaísmo, de las imperfecciones estilísticas, del humor y de la ironía han pretendido dar cuenta de sus vivencias cotidianas y de sus particulares relaciones con el entorno urbano.
El cultivo de la poesía del silencio, concreta, minimalista. Los adscritos a esta tendencia, mediante un afanoso esfuerzo de experimentación con el lenguaje, se han caracterizado por una firme vocación de desprendimiento de todo aquello que puede entorpecer la comunicación y por el despojamiento de lo que imposibilite acercarse al núcleo esencial de lo que hay, existe, es o nos parece que es. Todos han puesto un extremo celo en el uso de la palabra que se quiere esencial y tensa, depurada y concisa, en la estela de los presupuestos de la «poesía pura».
Algunos poetas que se dieron a conocer alrededor de 1980 y en años posteriores son: Blanca Andreu, Felipe Benítez Reyes, Matilde Camus, Francisco Domene, Jesús Ferrero, Álvaro García, Luis García Montero, Menchu Gutiérrez, Rafael Inglada, Salvador López Becerra, Salvador López Becerra, Julio Llamazares, Ana Rossetti, Pilar Quirosa-Cheyrouze, Andrés Trapiello, Álvaro Valverde, Fernando de Villena, Antonio Enrique, Roger Wolfe, José Carlos Cataño. Véase Poesía española contemporánea.

La novela posterior a 1939 [editar]

Narrativa durante la dictadura franquista: desde 1939 hasta 1975 [editar]
Las novelas de los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil demuestran una total dependencia de las tendencias vigentes en el primer tercio del siglo. Con todo, el exilio, la represión y la censura configuran un precario panorama, agravado por las penurias editoriales y, en general, por el empobrecimiento intelectual del país.
A la sombra de la cultura oficial, pasarán a primer plano los jóvenes cachorros del nuevo orden -que ya habían dado muestras de su belicosidad ideológica y literaria a comienzos de los años treinta- junto a novelistas más o menos «viejos» que se reacomodan a la situación. Ello explica el conformismo de una exigua producción novelística, entre testimonial y panfletaria, que entronca remotamente con la novela comprometida de preguerra.
Junto a esta «novela de los vencedores» hay otra corriente, denominada «neorromántica» o «estetizante», que se nutre de los rescoldos del modernismo, de la experimentación novelesca unamuniana, del preciosismo valleinclanesco y del desenfadado espíritu narrativo de los años veinte. En la vertiente más estimulante de este esteticismo se encuentran las novelas del primer Zunzunegui, junto a La novela número 13 (1940) y El bosque animado (1943) de Wenceslao Fernández Flórez y otras de Tomás Borrás, Julio Camba o Villalonga, además de Alfonso Albalá.
Una tercera vía recurrirá al siempre frecuentado venero del realismo decimonónico. Sin embargo, las cautelas existentes ante la tarea de afrontar la realidad llevan a mirar hacia el pasado. Así sucederá con algunas novelas del Zunzunegui de mediados de siglo o con La ceniza fue árbol (entre 1944 y 1957 sus tres primeras entregas), trilogía-río de Ignacio Agustí sobre la burguesía catalana.
La familia de Pascual Duarte de Cela (1942), Javier Mariño (1943) de Gonzalo Torrente Ballester, Nada (1945) de Carmen Laforet y las primeras novelas de Miguel Delibes suponen el encuentro de la novela de posguerra con la realidad cotidiana.
La década del cincuenta da paso al llamado realismo social, el cual pretende -mediante el recuerdo de la guerra y sus secuelas, la actitud crítica, los personajes colectivos (alienados, explotados, víctimas)- desenmascarar situaciones sociales injustas en clara correspondencia con las que se suceden en la realidad de cada día. Esta tendencia, predominante a lo largo de la década, revitaliza el realismo tradicional a partir de estímulos externos contemporáneos, entre los que se encuentran el cine neorrealista y la novela americana e italiana. Cimas de esta corriente pueden considerarse La colmena, de Camilo José Cela y La noria, de Luis Romero.
Aparecida en 1962, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos marca un considerable avance en la evolución de la narrativa de la posguerra. Su mérito estriba en el tratamiento distanciado de la crítica social mediante un alarde lingüístico y técnico que orienta la creación novelesca hacia un horizonte formal más rico y novedoso.
Puede afirmarse que la década de los sesenta supone, en lo que a la historia de la novela se refiere, una cierta clausura de la interminable posguerra. Nuevas circunstancias económicas, sociológicas y culturales (mínima relajación de la censura, las repercusiones del mayo francés del 68, el conocimiento del nouveau roman, el llamado boom de la novela hispanoamericana, el reencuentro con algunos novelistas del exilio, la sintonía con el experimentalismo europeo) propician una mayor libertad de ejecución entre los cultivadores del género. Esta mayor libertad da pie a una experimentación narrativa, de la que surgen obras como Don Juan, de Gonzalo Torrente Ballester; El roedor de Fortimbrás, de Gonzalo Suárez; Señas de identidad, de Juan Goytisolo, Volverás a Región, de Juan Benet; El mercurio, de José María Guelbenzu. Si bien no debemos olvidar que esta tendencia experimental tenía precedentes: las Tentativas (1946), de Gabriel Celaya, el realismo mágico del Alfanhui (1951), de Rafael Sánchez Ferlosio o la desbordante fantasía de Álvaro Cunqueiro.
En vísperas de la muerte de Franco, este proceso experimentador quedará coronado por personales y sólidas realizaciones, entre las que se cuentan Una meditación (1970) y Un viaje de invierno (1972), de Juan Benet; Reivindicación del Conde don Julián (1970), de Juan Goytisolo; La saga/fuga de J. B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; El gran momento de Mary Tribune (1972), de Juan García Hortelano o Si te dicen que caí (1973), de Juan Marsé.

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